Sopa de palabras propias de Santibáñez (I)

 

            Para que no pasen al baúl de los recuerdos muchas de las palabras usadas en nuestro pueblo no hace muchas décadas, he aquí una serie de artículos que tratarán de describir y rememorar algunas escenas o escenarios típicos de Santibáñez. Que esto sea un testimonio de la riqueza de nuestra cultura y un afectuoso recuerdo de todos los que han hecho uso de las mismas situándolas en su contexto y expresando su sentido más genuino.       

 

         En los años de mi infancia -de la que guardo gratos recuerdos- el centeno, el trigo y la cebada se segaban con gadaña, previamente picada y afilada a la sombra de un portal o de una palera. Para que el filo se mantuviera a punto se hacía uso de una piedra metida en el agua del cachapo colgado de la cintura. Luego las mujeres con sayas largas, sombreros de paja y pañuelos blancos, siguiendo los maraños dejados por los segadores, los engavillaban y ataban los manojos con garañuelas. Juntaban, después, todos los manojos y formaban una morena. Concluida la siega, en carros con pernillas ancladas en los bordigones, se procedía al acarreo de la mies, de las tierras a una corona de pradera pelada, llamada era. Esta podía estar ubicada en las Llamacinas, las Burgañas o en el Campo. En ella se amontonaban los manojos haciendo medas. Como el ganado estaba ocupado en el acarreo, no se podía trillar y, por lo tanto, había que esperar que toda la mies estuviera en la era para poder iniciar la trilla. Entonces empezaba una tarea lenta y monótona, con frecuencia bajo un sol agobiante, de movimiento circular con los trillos de piedras o de cuchillas aceradas, tirados por parejas de mulas, machos o bueyes. El conductor del trillo debía de estar atento para emparar las moñicas o los cagajones que no hacían juego con la trilla. Se daba la vuelta a la misma haciendo uso de las bildas y de las galgas. Poco a poco el grano se desprendía de las espigas y la paja se desmenuzaba. Cuando se llegaba a la menudencia deseada de la paja, se apañaba la trilla con un cuartadero montado por seis o siete personas y se hacía la parva. Esta pasaría, más tarde, por la máquina de limpiar o se aventaba con un bildo para separar la paja del grano. Los granzos se apartaban, siendo de poco utilidad. El grano se metía en quilmas de lino y la paja era transportada al pajar en carros que llevaban costanas y espesos cañizos. A la gente menuda le tocaba encalcar el carro para duplicar la cantidad de paja en cada viaje y acelerar el transporte.   

         El momento más esperado de estos días de ajetreo era el de las doce. ¡A comer qué es hora! gritaba alguno de la cuadrilla soltando al mismo tiempo las riendas del ganado o la herramienta de trabajo cuando veía llegar los serillos con la comida. A la sombra de una meda, los sabrosos garbanzos lentamente cocidos en un pote de borrajo colgado de las brigancias en una cocina de humo, acompañados de un regojo de pan con tocino y chorizo, sabían a gloria. Un buen trago de vino casero en bota o de agua refrescada en un barril expuesto al aire detrás de un cuelmo, añadía una miaja de sano deleite a aquellos ágapes sencillos de humildes labriegos. 

         Los mayores siempre más curtidos por estas duras labores y más aptos a sobrellevar el cansancio, las solían amenizar tarareando alguna canción o soltando algún saleroso chiste que alegraban las mentes de todos los que participaban en ellas. ¡Caray¡ que su buen humor siga dando ánimos a todos aquellos que vivimos bajo su buena y sosegada sombra.

 

Servando Pan

Septiembre de 2006