Por María José Castrillo
CABECITA DE AJO
Hace muchos años vivía en un pueblo un matrimonio que tenía 
  un hijo y era tan pequeñito, tan pequeñito que tenía la 
  cabeza como una cabecita de ajo; y, claro, le llamaban "cabecita de ajo". 
  Su padre trabajaba en una tierra de un señor y araba la tierra con una 
  pareja de bueyes. Entonces había que llevarle la comida, porque no le 
  daba tiempo a venir a comer a casa, y se la tenía que llevar el niño; 
  y era tan pequeñito que su madre lo metía en una oreja del burro, 
  le ataba la comida también en la oreja y se iba a llevarle la comida 
  a su padre.
  Por el camino, según iba, se encontró con unos ladrones que habían 
  robado y que dijeron:
  -Vamos a ver si cogemos este burro que viene solo.
  Pero el niño le pellizcó dentro de la oreja y el burro echó 
  a correr.
  Llegó a la tierra donde trabajaba su padre y quería ayudarle mientras 
  su padre comía:
  -¿Quieres que mientras tú comes yo are, padre? 
  -No, hijo, que te caga el buey pinto y te tapa.
  -Que no, padre, que no.
  -Bueno, pues ara.
  Entonces se puso a arar el niño y justo: cagó el buey pinto y 
  lo tapó.
  ¡Ay, padre, que me ha cagao el buey pinto y me ha tapao!
  Fue el padre y lo destapó y ya terminó el padre de comer y se 
  volvió para casa. Y por el camino dice:
  -Voy a ver si encuentro a esos ladrones y les puedo coger lo que llevaban.
  Pues, justo. Había una casa deshabitada en el monte y allí es 
  donde repartían lo que robaban. Entonces el niño se puso a la 
  puerta y vio que estaba haciéndose el reparto:
  -Pa tú, pa mu; pa mu, pa tú; pa ti, pa mí; pa mí, 
  pa ti. Y el niño desde la puerta decía:
  -¿Y para mí?
  Y los ladrones:
  Pues, ¿quién será esto?
  Entonces el burro dio una patada muy grande a la puerta y los ladrones, que 
  creían que era la justicia que iba a por ellos, se marcharon por la puerta 
  de atrás y dejaron todo allí. Y el niño cargó con 
  todo y se lo llevó al pueblo.
  Los ladrones, en cuanto se les pasó el susto, decidieron que tenían 
  que recuperarlo. El jefe les dijo:
  -Mirad, yo me vestiré de pobre e iré a pedir una jarra de agua 
  por todas las casas del pueblo y allí donde me saquen la jarra de oro 
  que nos han llevado, pues allí tienen que tener todo.
  Y, justo. Llegó a una casa, y nada; llegó a otra, y nada; llegó 
  a otra, y ...
  - ¡Por el amor de Dios, una jarra de agua!
  Y, viendo que le sacaban la jarra que ellos habían tenido, les dijo, 
  por lo bajo, a los demás:
  -Justo, éste es el sitio. Esta noche vendremos a recuperarlo y entraremos 
  por el tejado para que no nos vean. 
  Pero, como el niño estaba allí, oyó todo sin que lo vieran 
  a él. Y cuando llegó la noche dijo:
  -Padre, madre, acostaos; no os preocupéis, que yo me quedo aquí. 
  
  Cogió una garabita y se quedó debajo de la chimenea. Al rato llegaron 
  los ladrones. Y entonces iba a entrar uno por la chimenea y decía:
  - ¡Que meto una pata...!
  Y "cabecita de ajo" desde dentro:
  -Métela, métela...
  - ¡Que meto la otra ...
  - Métela, métela...
  - ¡Que meto un brazo...
  - Mételo, mételo... 
  - ¡Que meto todo...!
  - Mételo.
  Y cuando iba a caer ya, el niño con la garabita le picaba y...
  - ¡Ay, que me quemo, que me abraso!
  Y salía todo picado. Y llegaba otro, y lo mismo; y otro, y lo mismo; 
  y así todos. Entonces el jefe muy enfadado dijo:
  -Iros para allá, que no valéis para nada. Voy a entrar yo.
  Entonces entró el jefe y justo le pasó lo mismo. Como vieron que 
  no se lo podían llevar, se marcharon y el niño se quedó 
  con todo. Se lo entregaron a la justicia del pueblo y ... colorín, colorado.
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EL SASTRE Y LAS GUINDAS
Érase una vez un sastre que trabajaba para tres o cuatro pueblos y, 
  como antes tenían la costumbre de convidarle a las bodas, el día 
  que fue a tomar medida a la novia y a llevarle la tela, le dijeron:
  -Pues pa tal día es la boda.
  Conque llegó el día y, aunque era a cinco kilómetros, dijo:
  -Pues me voy a pie.
  Y por el camino había pasado un señor con guindas y cerezas y 
  se ve que se le había caído la carga y, al recogerlas, no echó 
  todas. El sastre, que las vio caídas, fue y comió. Pero luego, 
  pensándolo mejor, dijo:
  -Están buenas; pero, si como guindas, no voy a comer luego en la boda.
  Y fue y las meó.
  Llega al pueblo, entrega el traje y le dicen:
  -Pues mire usté, se ha puesto mala la novia y hasta otro sábado 
  por lo menos no se casa. Ya le avisaremos a usté.
  Se volvió con las tripas vacías y, cuando llegó a las guindas, 
  las cogió y dijo:
  -Ésta no está meada, ésta tampoco,....
  Y se las comió todas.