A LA MEMORIA DE UN EDUCADOR
(P. TIRSO VEGA BLANCO)


 
    Lo conocí cuando yo tenía catorce años. Se acercó a nuestro colegio junto con los jóvenes frailes novicios a los que dirigía. En esa ocasión nos dio charlas para aumentar nuestra vocación a los seminaristas aspirantes a religiosos agustinos que éramos los tres cursos del centro en Valencia de D. Juan. Recordaré aquella idea que nos mostraba, diciendo que había alumnos que se cuestionaban ante problemas profundos y esenciales, sin embargo otros vivían en una nube.
 
    Terminado los dos cursos del bachillerato superior en Zaragoza, recalamos quince muchachos en un pueblo palentino para realizar el noviciado. Digamos un año sabático para afianzar nuestra vocación religiosa y sacerdotal. Solo recibíamos clases de formación religiosa, también inglés, y disponíamos de mucho tiempo para rezar, cantar ( incluso gregoriano ), pasear, jugar al fútbol, pensar y convivir, y siempre dirigidos por nuestro protagonista al que se le nombraba Padre Maestro, ayudado por otros cuatro frailes en un pequeño convento.
 
    Sus charlas eran de lo más instructivas y sugerentes, su talante autocrítico y crítico no dejaba libre a nadie que no lo mereciese. Ya en aquel año de la incipiente transición española abogaba porque el sacerdote viviera mitad de su trabajo personal y de la aportación directa de los fieles, sin aportación estatal.
 
    Sus homilías dominicales eran de las que yo denomino que no dejan dormir porque llegaban a lo más íntimo y profundo. Que era hombre cosmopolita lo dicen sus estancias en América del Sur, Filipinas e Italia. No tenía títulos universitarios, pero la vida le había dado los doctorados en psicología y pedagogía. Sabía de qué pie cojeaba cada alumno. El respeto y aprecio que nos profesaba lo dice la anécdota en la que me vi implicado: estábamos barriendo un gran salón y había una gran mesa con una pieza de mármol encima, yo me subí para barrer con más facilidad, pero al aproximarme a un borde volqué la mesa rompiendo el mármol. Esperé una tremenda regañina, sin embargo no dijo ni una palabra.
 
    Del año reglamentario sólo permanecí cinco meses. Algunos compañeros se comportaban como en unas vacaciones; yo tenía verdadero celo apostólico. Ante los retos que vivía la sociedad sentía que debíamos tener más rigor y menos aburguesamiento. Después de varias entrevistas con él yo no supe explicarme bien, pero él notó que yo tenía dentro algo novedoso y renovador. Me dijo que yo no valía para la vida de una comunidad religiosa y me mandó para casa. Lo acepté sin acritud y años más tarde mantuve correspondencia epistolar con él. Me llegó a decir que yo era un tesoro y que aunque él no me contestaste que yo le siguiera escribiendo. Así lo hice hasta que la última de mis cartas me fue devuelta con una grafía borrosa que parecía decir " desconocido ".
Años más tarde por un antiguo compañero supe de su fallecimiento.
 
    Fue real y verdaderamente él quien marcó mi vida.
 
    Su ejemplo y recuerdo serán imperecederos.


Honorino Joaquín Martínez Bernardo