Sopa de palabras
propias de Santibáñez(II)
A nosotros, rapaces de 8 a
12 años, nos gustaba mucho engarriar
por las chopas
en busca de algún nido de relinchón o de pega
y, también, escolingarnos
en las ramas de las paleras. Algunas veces,
en nuestras incursiones infantiles por el río, descubríamos algún nial de curra o de gallareta y regresábamos a casa con media docena de huevos para una
sabrosa tortilla con intención de matar el hambre. Los juegos en la escuela
eran variados. Los colectivos, muy divertidos: la hita palos y la cadena
borracha desarrollaban la intuición y la astucia; los individuales, como
los tusos y
los cubiletes de barro estimulaban la imaginación. Cuando
llegaba el verano y en el Pozo Caceto o en el Pedrón guarecían barbos y carpas, nuestras facultades caviladoras urdían estrategias para tratar de hacerles
morder el anzuelo. Primero, había que sacar melucas en los regueros, único cebo a nuestro alcance. Luego había que
cortar un palo o encontrar cañafina lo más larga posible. El hilo de carrete lo fuimos
sustituyendo por metros de tranza que
no sabíamos bien de dónde procedía. El anzuelo era un alfiler con la punta
encorvada. Con este artefacto, dichosos de nosotros si volvíamos a casa con
algunas mermejuelas
o barbos extranjeros enfilados en una junca. Desde
lo alto de un cembo, los veíamos
picar o hacer alguna remufena
y más de uno quedaba enganchado después de hundir el corcho hasta abajo,
momento propicio para sacar el pez.
Pero lo que
más ilusión nos hacía era estar cerca de los abuelos los días que masaban el pan y lo enfornaban. Y eso ocurría una vez
al mes. Muchas casas tenían un forno de adobe y baldosas. Eso nos permitía seguir con
esmero las distintas etapas que precedían la introducción de las hogazas en él.
El pan casero, sabroso y nutritivo, exigía sudor y esfuerzo antes de ponerlo en
la mesa. Primero,
de la harina había que extraer el salvao que, en el
molino, lograba pasar por las cribas. Lo que explica que, muy temprano, viéramos a la
abuela cerner la harina con dos piñeras de tela
fina en la mano. Amasaba,
seguidamente, removiendo a brazadas aquella espesa pasta obtenida añadiendo
agua y una miaja de levadura a la harina anteriormente cernida. Después de unas
horas de reposo la masa se partía en cachos iguales para las hogazas.
Sobraban siempre unas onzas para
hacer la torta y si a ésta le añadía
yema de huevo y azúcar teníamos bollo
que, por ser muy lambriones,
hacía las delicias de nuestros paladares. Mientras tanto, el abuelo prendía
fuego en el horno y no cesaba de introducir combustible generalmente
urces y cachapetes secos
bajo aquella cúpula de adobe y barro hasta que las baldosas desprendiesen
chispas, señal de que se había logrado la temperatura idónea. Procedía,
entonces, el abuelo muy entendido en el oficio a la sabia colocación de las hogazas con una
pala de mango largo en aquel estrecho y caldeado recinto, después de barrerlo
con una mondilla. El rescoldo podía servir para el brasero.
Dos horas después los abuelos sacaban el pan, no sin antes haber rezado unas
avemarías. Y ellos estaban seguros de verse rodeados por los cuitadines de sus
nietos, minutos antes de retirar la tapa del forno.
Además de
ser buenos panaderos, la escasa prosperidad de su facienda familiar les obligaba a ahorrar
aprovechando las largas veladas de invierno para hacer calceta y punto con agujas o madejas de lana y ovillos
de hilo con la naspa. Eran
momentos para empuñar la rueca y el fuso o la fitera para espadar lino. También había que
sentarse, bajo una luz tenue de bombilla o candil, a deshojar mazorcas y esgranarlas,
tarea socorrida por los más pequeños. Y así transcurrían las veladas invernales
de las que nunca faltaban ni el buen humor ni los gracejos.
Servando
Pan
Septiembre de 2008