Caminos convergentes
Por Servando Pan
De vez en cuando, surgen propuestas inesperadas que, por el simple hecho de aceptarlas, entran en la lista de acontecimientos que constituyen un hito más en la vida de cada uno. Tal es el caso de la invitación que me hizo en cierta ocasión el Michel, superior del subdistrito del Golfo de Benin (Africa Occidental). Fue un martes por la noche, después de la cena. Estábamos tomando el "fresco" en la terraza de la casa provincial de Lomé. Conversábamos tranquilamente sentados en un banco y, de pronto, se le ocurrió a Michel, decir lo siguiente:
- Mañana por la tarde te llevo a casa de mi padre.
- Bien, le dije yo sin vacilar lo más mínimo.
Había hecho ya una corta visita a su familia el verano anterior. Su padre no se encontraba en casa y sólo pude conocer a una de sus madrastras y algunas tías. Sabía pues en qué condiciones vivían y eso no me iba a sorprender. Lo que sí me sorprendió fue lo que relato a continuación.
Salimos en coche ese día y a la hora fijada. El pueblo está a 60 Kms. de la capital y, después de dejar la carretera asfaltada, nos metimos por calles de laterita en mal estado. No llamamos mucho la atención ya que nadie nos esperaba. Bajamos del coche y me llevó directamente a la choza de su padre. El anciano de 76 años estaba sentado en un taburete pequeño y nada más advertir la presencia de su hijo se levantó, nos saludó cordialmente y empezaron las sorpresas para mí. Michel se inclinó repetidas veces para testimoniar a su padre respeto y veneración. Se saludaron inclinando la cabeza, cogiéndose de los dedos y profiriendo en ewé (idioma del sur de Togo) frases de bienvenida, deseándose mutuamente paz y salud y preguntando por la situación de los familiares y amigos más allegados. Una vez cumplido el largo ceremonial se sentaron en sendos taburetes y me ofrecieron uno a mí. Fue entonces cuando noté la sensación de encontrarme ante un personaje bíblico o un profeta del antiguo testamento. El "viejo" exhibía un cuerpo de asceta, un rostro sereno y parecía ser la encarnación de la sabiduría.
Empezó dando a su hijo la mala noticia del fallecimiento de una de sus hijas más jóvenes. Michel la recibió como un mazazo. Luego me tradujo lo anunciado y vi en sus ojos humedecidos la señal de su emotividad afectada.
- Lo que más rabia me da, añadió dirigiéndose a mí, es que nadie sabe de qué murió. Ya había sucedido igual cuando falleció, hace un mes, otra hermana mía y un hijo suyo de 17 años. Toda mi familia vive en la ignorancia y el oscurantismo. Parece que la mejor actitud para ellos es la resignación. Con la idea de que se van al reino de los antepasados ya se dan por satisfechos.
Miró hacia su padre y vio en él una gran serenidad. No daba muestras de verse afectado por la pérdida de sus dos hijas y un nieto. El mismo desvió la conversación y se puso a relatar una anécdota, sin duda para olvidar lo que su corazón dolido le recordaba. Daba la sensación de que, en estos casos, el sentido común dicta este tipo de comportamiento.
- Fui un día al santuario de la Virgen del Lago, dijo. Hice el camino andando (unos 12 Kms.). A la vuelta pasé por el colegio de Togoville (pueblo pequeño situado en el sur de Togo) y sólo uno de los componentes de la comunidad tuvo la amabilidad de recibirme. Le sugerí que me trajera en coche a casa porque estaba cansado. Accedió sin poner pega ninguna.
Todo esto me lo contó después Michel interpretando el relato de su padre. Mientras narraba los hechos, sólo podía adivinar, por la mímica y los gestos, sus sentimientos.
Al cabo de un largo rato interrumpieron la conversación y me enseñaron el local contiguo donde el abuelo pasaba las horas de descanso. El suelo de cemento estaba vacío y limpio. Una estera enrollada constituía su lecho sin nada para apoyar la cabeza. Lo imprescindible para pasar las noches. En un rincón, una lámpara de aceite; en una de las paredes, un fetiche toscamente dibujado. En una esquina, un cuenco con un poco de garí (alimento hecho con harina de maíz hervida) y un plato con salsa verde. Esa era su comida diaria. Escasa en calorías y proteínas, constituía el viático imprescindible para mantener, no ya la forma, sino la vida.
Yo estaba aturdido y casi anonadado por cuanto veía y oía. Todavía faltaba el broche final. Quiso Michel que perdurase el recuerdo de su padre sacando una foto, primero solo en la puerta de su humilde morada y, luego, acompañado de sus dos esposas ajadas ya por la edad y con la piel de sus rostros arrugada como una pasa. Todavía fueron capaces de exhibir una sonrisa.
Concluida la sesión de fotografía, las dos mujeres nos introdujeron en sus chozas. Aún con la puerta abierta, escasa era la luz que entraba en su interior. Una vez adaptadas a la oscuridad, las pupilas dejaron pasar el reflejo de aquellas paredes, lúgubres testigos de alegrías y sufrimientos de todos los que pudieron residir en su interior. En una de las cuatro paredes, había dibujado un horrendo fetiche que Michel quiso plasmar en celuloide para su posterior estudio. Debo recordar que, desde su adolescencia, apenas había vivido en aquellas casas de barro y paja. Por lo tanto no estaba bien al tanto de toda la superstición que emanaba de aquellos toscos dibujos.
Una vez finalizada la visita de parte de la familia de Michel nos despedimos con un fuerte apretón de manos y nos fuimos a otro barrio donde residía, en una enorme casa de bloques, uno de sus tíos que había llevado una vida bien distinta. Tenía títulos académicos, había sido profesor e, incluso, diputado de Vogan (pueblo donde reside la familia de Michel).
- El estilo de vida, le dije a Michel mientras un sobrino suyo iba en busca de unos refrescos, es radicalmente opuesto al de tu padre. Son dos mundos totalmente opuestos. Ahora bien, si algún día vuelvo aquí, no cabe duda que preferiría sentarme al lado de tu padre para contemplar su rostro, admirar sus gestos y oír contar, con voz suave y serena, sus últimas vivencias.
El sol se acercaba a su ocaso al salir de aquel pueblo donde la vida y la muerte comparten moradas contiguas cuando no se llevan del brazo como dos enamorados.