Por J. Félix Fuertes Martínez
"Si os he referido estos detalles sobre el asteroide B-612, y os he confiado su número, es por las personas mayores. Las personas mayores aman las cifras. Cuando le habláis de un nuevo amigo, no os preguntan nunca por lo esencial. Jamás os dicen: '¿cómo es el tono de su voz?, ¿qué juegos prefiere?, ¿colecciona mariposas?' Más bien, inquieren: ¿qué edad tiene?, ¿cuántos hermanos son?, ¿ cuánto pesa? Y así es como creen que lo conocen. Si tu le dices a una persona mayor: 'he visto una casa de ladrillos rosados, con geranios en las ventanas y palomas en el tejado...' no alcanzan a imaginarse tal casa. Hay que decirles: 'he visto una casa de cien mil francos'. Entonces exclaman: '!que casa tan bonita¡' (El Principito).
Sucedió realmente. Es verídico -como suele decirse en castizo-; cierto y muy verdadero, tal cual argumenta la Tabla Esmeraldina de sus principios Alquímicos:
En un lugar de este país, que no ha lugar a mencionar, se celebraban sus fiestas patronales. Corrían los años sesenta y la moda ye-yé estaba en su mejor momento. Los conjuntos músico-vocales eran su expresión más sonada; armados de guitarras eléctricas y ritmos nuevos más movidos, comenzaban a sustituir a las orquestas tradicionales de metal, pasodoble y boleros. Allí, en la plaza, en el día excitante de la víspera, la chavalería se arremolinaba, curiosa y bulliciosa, en torno a la modesta DKW que transportaba el no menos modesto instrumental de la orquesta. Todos observaban los artefactos y adminículos que se iban extrayendo, tratando de adivinar por su catadura la modemez del conjunto. El interés de la chiquillería siempre era excitante, pero, aquel año lo era más si cabe, pues, uno de los galopines, que tenía familia en un pueblo próximo renombrado, nos había dejado alucinados al contarnos sus vivencias en la fiesta de sus parientes: trajeron para amenizar el baile un conjunto ye-yé; y él, con sus propios ojos, lo había visto.
El orgullo de la patria chica siempre tira -más en esa edad- y a ninguno de nosotros nos gustaba ser menos que los del pueblo vecino. Pero, el instrumental que iba saliendo de la ajada furgoneta no daba muestras de que fuera a confirmar nuestros ufanados deseos; así que, decepcionados, abandonamos la indagación. En esto, sacaron trabajosamente un contrabajo y, un tal Miguel -apodado 'el jato'-, que se había quedado perseverante a la expectativa, se abalanzó, azorado y presuroso, hacia nosotros haciendo aspavientos con las manos; al llegar a nuestro lado, exclamó al fin -tratando de abarcar con sus brazos algo dos o tres veces más grande que él mismo-:
-¡¡Éstos sí que tienen que ser ye-yés: traen un guitarrón así de grande!!
Volvimos todos, algo incrédulos, a contemplar tal maravilla y, en efecto, comprobarnos que no le faltaba razón: Aquella fiesta, con aquel guitarrón, resultó apoteósica. Además, dio mucho juego en el devenir posterior: con palos, cuerdas, latas y todo tipo de extraños chirimbolos, hizo cada cual y según su ingenio -que era bastante- su propio instrumento musical; y todos, juntos, nuestro propio conjunto. El resto se completaba con estrafalarias actuaciones compuestas de unos cuantos chundas y algún tatachunada, un tropel de 'aigüonchus', varios 'ainidchus' y no menos 'ailovius'... ¡Un verdadero disfrute!
Han ido pasando los años y la pandilla, como en todo lugar, se fue dispersando por toda la geografía. Pero, cuando de tarde en tarde coincidimos algunos, ésa es una de las vivencias que con más ternura recordamos. Inocencia, torpeza, penuria.... también la imaginación; ¡se juntaban tantas cosas!. Aquel país prediluviano se modernizó y estas anécdotas, propias de la simpleza, parecen haber pasado a mejor vida.
Sin embargo, no sé por qué me da que siguen pululando por ahí, vestidas de ropajes más refinados y en ambientes donde uno se resiste a creer que puedan tener acomodo alguno. Díganme si no, cómo se pueden interpretar estas cosas que, a menos que yo esté muy confundido, están sucediendo por aquí: no hay Institución que se precie en la que, la mayor parte de los debates, se centren en la demanda de un presupuesto mayor para equiparse con instrumentos que nos pongan a la altura de 'los países de nuestro entorno' -siempre hay alguno que, volviendo del extranjero, nos impresiona con sus impresiones- Malo no parece, en efecto, si no fuera que, las más de las veces, esa pretensión no tiene otra finalidad que la de no ser menos que los de al lado; tanto da, si se necesita o no. Y así, uno se espanta de ver dormir, cual el arpa de Bécquer, en muchos rincones de no menos edificios institucionales y otros tantos extraños lugares, equipos de 'alta tecnología' que, excepto ocupar sitio, no cumplen otra finalidad.
En nuestra Comunidad Autónoma, en la Universidad, en el Ayuntamiento, o en la modesta Escuela, no hay debate que, sin atender mucho a otras necesidades más básicas, se sacan a relucir, como totalmente necesarias, todo tipo de aparatologías. Bienvenidas sean, si son convenientes. En el pueblo han llegado en forma de tonelajes y caballajes y, en nuestro lenguaje -de mayores y de guajes-, el agudo y sonoro sufijo aumentativo que señalaba tales grandezas ha sido sustituído por un montón de prefijos más finos: súper, mega, extra, híper... ¡la (con perdón) rehostia!. No hay duda de que muchas de ellas son necesarios, pero, los hay también, más simples y menos impresionantes, que obligan por ello a aguzar el ingenio -nosotros hicimos nuestro conjunto- y a trabajar laboriosamente, antes que a apretar simples teclas. Gástanse así los ya de por sí escasos recursos en grandes artefactos, quedando las pequeñas cantidades necesarias para las pequeñas cosas fuera de presupuesto por insignificantes y poco espectaculares. Y, lo que es peor, el ingenio queda abortado o reducido a simple atributo de algún que otro loco empeñado en desfacer entuertos, proteger doncellas o socorrer viudas.
Me parece, qué quieren que les diga, más irrisorio que lo del guitarrón, pues, sí aquél asunto puede ser excusado por la inocencia y la simpleza, legítimas en tal entorno, entre 'gente estudiada', como dicen con muy buen criterio por aquí, admite muy poca justificación. Es, en suma, lo del burro grande -ande o no ande; del que sabemos mucho en estos lares sin tanta 'teología'- vestido con el ropaje institucional.