Con pies de plomo

Por Serafín Pan Falagán

Ya habían pasado meses y ni una sola lágrima de lluvia. En reflexión tan somera gastaba el tiempo Albino, distraído, mientras observaba la polvorera que levantó el tubo de escape de la furgoneta del pescadero, puntual como cada mañana del viernes, a la caza de clientela "a régimen". Albino estaba sentado en el poyo de la puerta de casa, tan suyo que sus posaderas encontraban el acomodo perfecto en la figura de una leve hondonada, como si el tiempo y la postura hubiesen desgastado la piedra a modo de una lima. Albino llevaba seis años jubilado del campo, que por S. Miguel ya había cumplido; los bolsillos de su pantalón gris a rayas, aquel que con todo entusiasmo había estrenado años atrás en la boda del ahijado y que, por acampanado, terminó por echar a diario, delataban con detalle la suma de tantos días de "manos quietas y al bolsillo", que en sí resumía la filosofía dominante del jubilado de Alceda: ni prisas, ni un mal rato y comidas a la hora, y entre tanto, postura descansada y cabeza distraída.

Albino esperaba, con la rutina de cada día, el paso de Cesáreo, maestro retirado y originario del pueblo, que remataba su paseo de mañana en compañía de Albino, con quien caminaba el último trecho, unos ciento cincuenta metros que separaban las casas de ambos.

Sin embargo esa mañana algo pasaba, era más de la una y no parecía llegar; un poco extrañado decidió quebrantar parte del compromiso filosófico de la edad y con cierta preocupación arrancó en su busca medio arrastrando las zapatillas altas de invierno. No lejos encontró al hombre, un Cesáreo cansado, con el rostro apretado y cabizbajo, que más bajó al verse analizado por Albino.

- ¿Ésta es la salud de tus paseos? Has visto un tuero y lo has confundido con un escañil; y, lo peor, además de haberte sentado antes de la cuenta, tienes cara de "deslomao".

Tardó un tiempo en reponerse Cesáreo, aún más por el eco con el que se repetía en su cabeza el mensaje atrevido de Albino, todo un golpe bajo a su condición de retirado activo.

- ¿Y qué quieres, Albino?, sin darme cuenta he llegado a los ochenta y uno, aunque hace un momento pensara que era un chaval.

- ¿Cómo?

- Quería pasar por delante de ti corriendo y ... no llegué.

- No te digo...

- Me he retorcido el tobillo en una mala pisada, en un tropiezo, ...o yo que sé.

- Qué cosas dices, coño, si la calle está lisa como una era y, además, encementada.

- Así es, pero la dureza del suelo acaba por endurecerte los músculos de las canillas y...

- ¿Y qué?

- Que se doblan las rodillas y al final hasta pisas de lado.

- Bueno, está bien. A tus años quieres milagros de "nuestra señora". En fin; arriba y a por el remedio. Y.. menos prisas por llegar a donde también se llega andando.

Juntos siguieron el camino conocido, con paso abreviado y entrecortado en la medida que el tobillo de Cesáreo lo permitía; los dos, emparejados, llevaban la mirada ligeramente perdida en el poyo que imaginaban, tan necesitado por Cesáreo como deseado por Albino, quien temía haber estado demasiado rato alejado y que el poyo hubiera vuelto a la temperatura fría más pétrea. Llegados al lugar, tras responder con frases pasajeras a alguna curiosa que preguntó, Albino cedió educadamente su poltrona al necesitado. No tardó un instante, entró en casa y sacó la silla baja de junco que ocupaba, desusada, un rincón oscuro del pasillo, se sentó frente a Cesáreo y con cuidado de madre le levantó el pie maltrecho hasta su rodilla para una primera valoración del accidente. Con pericia descalzó el pie dolorido, tembloroso al contacto con el frío de la mañana y por efecto de la torcedura. Albino, conocedor de los síntomas, se prestó a aliviar el dolor que intuía en su amigo vecino. Repentinamente hizo repaso del material que precisaría y revivió en su mente cada paso de la intervención: una taza de porcelana, un tanto de vinagre con unos granos de sal gorda, algodón para empapar y una venda de aquellas seguras, de recortes dobles de sábanas viejas con dos remates cosidos a mano en un extremo para apretar el encaño hasta donde el paciente aguantase. Una vez hecho el acopio del material que traía en una bandeja de pasta dura, aún con restos de dulces de la última parva, Albino llegó y vio a un Cesáreo desmadejado, a punto del mareo; pero no dudó. Intervino como había pensado y paulatinamente la cara de Cesáreo se fue relajando, hasta emitir un suspiro sonoro de desembarazo.

- Albino ¿quién te enseñó a encañar?. Estoy casi como nuevo, hecho un chaval.

- ¡Qué preguntas tienes! ¿No querrás volver a echar otra carrerina?

- No, no; ni por una apuesta que gane.

- Me preguntas por el encaño y no se te ha ocurrido preguntar por cómo evitar el accidente. Ni te haces idea por qué te espero sentado cada mañana y te acompaño el último tramo.

- Pues no.

- Te voy a confiar un secreto. Hace años, recién retirado, harto de andar por las tierras detrás de toda clase de aperos y de animales, me senté; pero me aburrí. Me dio por caminar. Incluso un día me sentí como un rapaz y eché una carrerina...

- Y tropezaste, como si lo viera. Es que hay unas piedras por las calles...

Cesáreo estaba entreviendo la posibilidad de adecentar su estúpida lesión.

- No hay piedras, Cesáreo, lo que hay son años que pesan como piedras, sobre todo cuando se quiere ir más deprisa de lo que la edad aconseja. Por eso tu tropiezo, aunque sea yo más joven, fue antes mío; y en la misma piedra del camino. Me di un pancuazo que todavía siento. La suerte fue que nadie me vio y que nadie me esperaba. Desde entonces, descansado y paseos cortos, como el que hacemos juntos.

- Pero ésa no es vida, Albino.

- Y tropezar... ¿qué es, dulzura? Pues ni más ni más que darse de bruces.

- Albino, una solución me anda rondando por la cabeza. Tampoco te veo muy convencio de quedar sentado para siempre en este poyo. Haremos el paseo juntos, más o menos corto o largo, según el día. Tú me recordarás la edad y yo te levantaré de esa postura tan poco productiva.

Albino emprendió un silencio de reflexión que a medida que iba alargándose parecía dar más sentido a la propuesta de Cesáreo.

- Bueno, ¿y el tobillo, bien? Vamos a empezar hoy por terminar con los pasos que quedan hasta tu casa. Pero... con pies de plomo.