Por Eledino Castrillo
Mediaba el mes de julio y las tareas de la siega ocupaban a toda la familia. Habían madrugado y sólo estaban en casa Ramirín y su hermana Lucía, que debía preparar el almuerzo. Ahora intentaba levantar a su hermano de la cama; una vez lavado y peinado, acudirían los dos juntos a aliviar a sus padres y hermanos con las viandas, antes de que el sol pegara fuerte.
Lucía apenas tenía once años y Ramiro acababa de cumplir los cinco, aunque nadie se los echara.
La hora del almuerzo era una de las más esperadas del día. Los ojos se elevaban con frecuencia desde los vencejos, gavillas y garañuelas para fijarse en el sendero y entrever las siluetas que se recortaban en el horizonte, caminando con el cesto en una mano y la barrila en la otra. Los que se afanaban en las tareas se entretenían catalogando a las familias según la hora del almuerzo. Entre los más madrugadores y los holgazanes podían transcurrir un par de horas. Lucía no era de las que se descuidaban; por eso empezaron a inquietarse cuando se retrasaba más de lo acostumbrado. Al fin aparecieron los dos hermanos, cerrando el desfile.
-¿Qué os ha pasado? ¡Estamos esfambriados, que ya no podemos con el alma, y vosotros en la cama!? fueron las palabras más suaves que escucharon. Lucía no respondió y a punto estuvo de romper a llorar. Luego, después de juntar unos manojos en corro para sentarse en ellos y colocar la comida en medio, empezó a contarlo.
Lo tenían todo preparado, el cesto y la barrila en la calle, y cerraron la puerta con llave. Al ir a colgarla en el clavo que había dentro de la colaga, se les cayó al suelo. Se habían quedado encerrados en la calle. "Tu madre me mata", fue lo único que se le ocurrió a Lucía, como si la renuncia a su propia filiación alejara el seguro enfado de su madre. Intentaron durante un buen rato alcanzarla con un palo y con un alambre doblado en forma de garfio. Al cabo de uno de esos estériles intentos, Lucía pesó y midió a su hermano con la mirada y le dijo que la única solución era que él se metiera por la colaga como los gatos. A Ramiro no le disgustó la idea y se lanzó de cabeza al agujero, pero enseguida comprobó que no podría pasar si no echaba las manos por delante de la cabeza. Rectificada la postura, alcanzó el final del hueco con la punta de los dedos y se fue deslizando. El fondo de la gatera no era libre, sino que tropezaba con un tabique y hacía un ángulo recto hacia la izquierda para desembocar en el portal. Cuando el niño encajó la cabeza en el ángulo, quedó anclado y no podría avanzar ni retroceder. Empezó a llorar y su hermana se desesperó. A las voces acudieron los vecinos y Justina empezó a tranquilizarlo antes de aplicar el remedio que le rondaba en la mollera. Cuando el crío estuvo un poco más sereno, echó mano a la pechera, empuñó un alfiler que siempre llevaba allí "por si acaso", y se lo arrimó con ganas a una posadera del niño, que con el impulso pasó los hombros al portal y se deslizó dentro. "Santo remedio", rezó Justina.
Desde ese día a Ramiro lo amenazaban con aplicarle el alfiler cada vez que hacía alguna diablura.
Toda la familia de Ramiro era de menguada estatura y poco estruéfano, pero por encima, o, por mejor decir, por debajo de todos, destacaba Ramirín, que no acababa de pegar el estirón, aunque dados los antecedentes sólo cabía esperar un estironín. "Nunca pesarás más de cuatro libras", le decía con sorna su padre, aun después de cumplir los doce años.
En cierta ocasión paseaban juntos por La Manga Ramiro y su hermano Lucio. En la picorota de un chopo recién podado vieron cómo se afanaban dos pegas en construir su nido. "¡Ojalá os rompa el chopo el huracán!" Estas palabras, aunque parecían una maldición, revelaban un conformismo inevitable. En realidad, el veneno del desafío había invadido el ánimo de Lucio y raro era el día que no se daba una vuelta por el plantel para ver cómo iban los trabajos de los pájaros.
Cuando el nido estuvo terminado y Lucio calculó que ya habían puesto los huevos, un día llevó a su hermano con el propósito de que subiera a quitarles el nido (y los huevos). Ramiro se negó y le dijo que subiera él, pero Lucio replicó que la rama no resistiría con su peso. A regañadientes, Ramiro lo intentó, pero a media ascensión se levantó un viento fuerte que aumentaba el riesgo, así que lo dejaron.
Pasaron varios días y al fin amaneció una mañana serena y tranquila. Ni las débiles hojas recién nacidas parecían atreverse a respirar. Ahora ya no hizo falta forzar ninguna resistencia en Ramirín. Él mismo consideraba aquello como un reto personal. Su hermano había sabido contagiarlo
Empezó a engarriar con la agilidad de siempre. Antes de alcanzar la primera forqueta que habían dejado los podadores, ya podía abarcar el árbol con las manos y empezó a sentir miedo. El mínimo movimiento bastaba para que el chopo se bamboleara. Siguió trepando con mucho tiento. Si el chopo iba de un lado a otro como un péndulo invertido, Ramiro se pegaba a él y aguardaba inmóvil. Al fin pudo alcanzar la primera rama. Se agarró a ella, pero era tan endeble que se le rompió y quedó escolingando. El rapaz llevó un susto de muerte, pero mantuvo la sangre fría y con las piernas acopladas al fino tronco esperó a que pasara la borrasca.
El nido estaba apenas un metro más arriba, en la siguiente forqueta. Con un par de impulsos lo alcanzó y pudo recoger los cinco huevos que la pega estaba guarando. La norma exigía tirar el nido, pero el chico estaba tan acongojado que no quiso hacer movimiento alguno que pudiera comprometerlo. Bajó como pudo y le entregó a Lucio el pañuelo que contenía los huevos y que había bajado entre sus dientes. Luego se tiró en la hierba y se quedó inmóvil unos minutos. Más tarde, después de comprobar que los huevos estaban guarones y no valían para comer porque se iban arriba cuando los dejaban en el agua, decidieron jugar con ellos a la pita ciega. Ramiro, cuando le tocaba el turno, se desahogaba dando palos al suelo con toda su alma, deseando tener a tiro a quienes negaran que había sido capaz de quitar los huevos del nido de La Manga.
Al final del otoño, cuando el color ferruginoso de los chopos desafía al azul pálido del cielo, y sus hojas, derrotadas, empiezan a tejer una mullida alfombra para los paseantes, el frío se hace intenso y el aire restralla a veces entre las ramas desnudas. Es entonces cuando los mozos buscan los sitios abrigados para encender sus hogueras y comentar en tomo a ellas los temas prohibidos. La hojarasca arde rápido y conviene tener algún esclavo que aporte combustible. Los chavales más jóvenes se ofrecen voluntarios a cambio de la promesa de que los dejarán calentarse y participar en la tertulia. En el mejor de los casos, si los mayores están de buen humor, cumplirán lo prometido durante unos minutos. La mayoría de las veces los pequeños son alejados del grupo a cintazo limpio una vez que han hecho su trabajo, aunque también aquí funcionan las recomendaciones y no se trata a todos por igual.
Ramirín, por su menguada estatura, a pesar de haber cumplido los 14 años, era uno de los que sufrían la discriminación cuando no estaba presente alguno de sus hermanos mayores. Le pasaba lo mismo en la cantina, por negarse a pagar la entrada. Algunos de los mozos lo despreciaban por no haber podido correr una juerga a su cuenta.
También en estos meses, cuando las tareas del campo permiten descansar los domingos y fiestas de guardar, el tamboritero alegra la sangre a jóvenes y viejos. Ramiro se acercaba a las mozas más espigadas para bailar, pero ellas le daban calabazas. Cualquiera con menos arrestos sufriría un complejo difícil de superar. Ramirín, por el contrario, se desafiaba a sí mismo y tomó una decisión difícil de entender. Cuando todos huían de la mili buscando las causas más peregrinas, él se promete hacer todo lo posible para cumplir el servicio. No da la talla, pero está a tiempo de conseguirlo y no va a ahorrar esfuerzos.
El día que se tallaron, a Esteban, el hijo del carnicero, lo excluyeron y a Ramirín lo admitieron como útil. Luego se supo que Esteban había pasado casi toda la noche sentado en una silla porque le habían asegurado que así daría dos centímetro menos que si hubiera estado durmiendo tendido en la cama. Ramiro hizo al revés, durmió a pierna suelta y dos horas antes de ir a tallarse estuvo un buen rato colgado, haciendo estiramientos para que las vértebras se mantuvieran flexibles. Tales eran las ganas que tenía de superar esa prueba.
Desde que entró en quintas hasta el alistamiento pasa un año largo. Corren rumores de que el ejército será totalmente profesional. Se habla de varias fechas como definitivas para acabar con la mili obligatoria. Ramiro no quiere quedarse en el ejército; esa profesión no va con su coeficiente intelectual. A él lo que le gusta es pasar un año fuera de casa, si es posible lejos, y después volver.
Si todo hubiera seguido los pasos debidos, Ramiro se habría presentado en la caja de reclutas en el reemplazo de octubre. Le ahorraron el viaje. En agosto le enviaron una carta en la que le decían que quedaba libre de servicio.
"Y luego dicen que vivimos en un país libre. Y no le dejan a uno ni sufrir", fueron las únicas palabras que se le ocurrieron antes de digerir la noticia.